2017,
Para llegar al Sahara marroquí lo mejor es acercarse hasta los poblados de
Risanni o Merzouga, la “puerta” del desierto, casi en la frontera con Argelia.
Una vez allí hay que pelear el precio de un guía para la travesía. Es
importante que dejen en claro con cuántas personas realizarán el tour, cómo
serán los días y qué les incluye. Generalmente esta negociación se hace en unos
hoteles llamados “Kasbah” que quedan frente a las imponentes dunas.
El paisaje nos devora
Crónica de tres días en el desierto del Sahara
El desierto del Sahara tiene más de 9 millones de kilómetros cuadrados de
superficie, casi como toda China. Abarca 11 países del norte de África, y es
por lo tanto el desierto más grande del mundo. En árabe Sahara significa
desierto.
Nosotros tuvimos algunos problemas porque nos dijeron que estaba todo dentro del precio y a último
momento nos enteramos que el agua no estaba incluida y la tuvimos que
comprar porque obviamente una vez en el desierto ya no hay.
A pesar del enojo por el agua y algunos contratiempos tuvimos mucha suerte:
nuestro guía era tranquilo, bueno y macanudo. Nacido y criado entre la arena,
Mohamed tiene 21 años y hace 4 que se dedica a llevar grupos a conocer el
desierto. Habla un inglés modesto pero entendible y cocina como los dioses.
En el grupo estamos Augusto, Mohamed, yo y dos camellos de unos 12 o 13
años. Salimos del Kasbah y de a poco empezamos a avanzar hacia la masa naranja
de viento. Nunca imaginé el viento cuando pensaba en el desierto. El panorama no
es alentador, nos quedan dos horas más arriba de los camellos. Con ansiedad
vamos lentamente a internarnos en la nada.
Cumbia berebere
Mohamed nos muestra el campamento y nos cocina un tajín de pollo riquísimo.
El tajín es un tipo de vasija de barro,
donde se ponen como un volcán las verduras y carnes. Se hace a fuego lento y
queda espectacular. En el campamento estamos solos los tres. La tormenta se
hace más fuerte con la noche.
Después de comer Mohamed nos propone ir a un campamento cercano en el que
unos amigos suyos están “haciendo música”. Salimos de las carpas con un frío
que surca la cara. Bajamos una duna y luego tenemos que subir otra. Yo me
caigo, me resbalo por el viento y me río con un poco de ganas de llorar.
Los amigos de Mohamed son guías de otros campamentos que se juntan a tocar
los tambores y cantar canciones bereber. Como la mayoría fueron criados bajo el
islam no tienen permitido tomar alcohol. Uno de los chicos prepara un té y
dice: este es el whisky bereber y sonríe con los ojos.
No entendemos ninguna de las canciones que cantan pero aplaudimos y
bailamos un poco. Nos piden una canción a nosotros y con Augusto cantamos
“Vienes y te vas” y después empezamos a improvisar algo con las palabras Ricky
Ricky Pom Pom. Esa última les encanta y los 6 guías que están ahí nos imitan y
sale una hermosa cumbia bereber.
Tormenta
Volvemos a nuestro campamento. La tormenta ya es seria. La arena vuela y
aturde. Los ojos llenos, las orejas, la nariz. La boca escupe arena y la cabeza
también.
Estamos acostados, vestidos y abrazados. Hace frío pero no tiemblo de frío,
tiemblo de miedo. La carpa se mueve y se sacude insistente. Parece que la
tormenta la quiere tirar. Tengo mucho mucho miedo de que la arena tape todo. Vi
videos en YouTube, le digo a Augusto. No pasa nada, dice. Creo que en cualquier
momento es el fin. La arena nos tapa y no podemos respirar. Fin.
Tiemblo. Me como las uñas. Viento.
No para un segundo de moverse la carpa. Sopla arena, tira arena. Creo que
me voy a morir. Pienso que si me muero viajando y al lado de la persona que amo
no está tan mal. Que no quiero, pero no está tan mal. Me entre-duermo. El
viento me despierta y el ciclo empieza de nuevo. Tiemblo. Me como las uñas.
Viento. Así y así hasta que la noche no dura más.
En Marruecos no hay un solo camello. La gente, nosotros, y todos dicen la
palabra camello para referirse al dromedario. El camello tiene dos jorobas, el
dromedario una sola.
-
El
camello es pasión. Dice Mohamed y no entiendo.
Le pregunto de nuevo y lo reafirma: pasión.
No veo la relación entre la pasión y ese animal desgarbado, poco elegante,
cansino y con cara de despistado.
-
Solo
duermen 20 minutos al día y lo pueden hacer mientras van caminando. Nos dice y
yo pienso en mi hermano que dormía caminando cuando iba al jardín.
En invierno toman agua cada tres semanas y como tienen 3 cámaras en el
estómago no necesitan comer todo el tiempo sino que comen una vez y luego lo
regurgitan y lo van “dosificando” en cómodas cuotas.
-
¿Cuánto
sale un camello?- le pregunto a Mohamed
-
Mil
euros más o menos.
Poseer uno de estos animales en Marruecos, significa estatus. Moha me dejó
nombrar a mi dromedario porque carecía de apodo: “viejo bueno” le pusimos.
Horas más tarde se complicó la cabalgata y el adjetivo de “bueno” quedó
obsoleto.
No, no es que no se escucha nada. Se escucha el silencio. Tan fuerte y
claro que hace presión en el oído y en la oreja. Se siente como un casco invisible
de silencio sobre la cabeza que obliga a pensar.
Enorme y lleno de silencio. El desierto.
“Pequeño musulmán”
Marruecos era, en un principio, tierra de los bereberes, una tribu con
religión e idioma propio que en el siglo VII fue conquistada por el islam y
comenzó a formar parte de los países árabes. Hoy en día conviven en el país los
musulmanes con los bereberes, aunque el idioma oficial pasó a ser el árabe y la
religión mayoritaria la musulmana. En verdad el término “bereber” fue importado
de Europa para nombrar a las distintas tribus que conforman a los “Imazighen”,
que significa “hombres libres”. En el norte de África, sobre todo en Argelia y
Marruecos, todavía hay muchísimas personas que se autodenominan Imazighen.
Mohamed nació en Risanni, es de familia bereber, pero por cuestiones de
educación y familia es un poco musulmán. Mohamed dice en inglés que él es “Little
muslime”, que sería pequeño musulmán, pero nosotros entendemos que quiere
decirnos “un poquito”. Me sorprende su inteligencia con el inglés, no tiene
mucho vocabulario pero sabe cómo aprovechar las palaras que conoce. No sabe
que “sad” es triste, pero usa “no happy”; no sabe que “cold” es frío pero usa
“no hot”. Es un genio.
Nos cuenta que en la escuela le iba bastante bien. Nos habla de sus
hermanas y su mamá que también son “poquito” musulmanas pero usan burka ( tela
para tapar la cabeza y el cuello). Él las ve una vez por mes. Le preguntamos
por el Ramadán en el desierto. Y si, la respuesta es obvia: muy duro. El ramadán
es un período de ayuno de un mes, en el que los musulmanes no comen nada ni
toman agua mientras haya sol. Generalmente coincide con el verano. En el
desierto del Sahara puede hacer hasta 54 grados centígrados y el sol está ahí
inamovible hasta las 9 o 10 de la noche. Y ellos trabajan sin tomar una gota de
agua.
Mohamed dice que te cansa y te pone de mal humor. Que es difícil. A veces
se levanta a las 3 am, antes del amanecer, para tomar agua y poder resistir el
día. En las grandes ciudades la gente con dinero aprovecha el ramadán para
dormir de día y vivir de noche. En el desierto es la temporada de mayor
turismo, no se pueden dar ese lujo.
Mohamed prepara un té con mucha hierbabuena, que no es menta, y una
cantidad industrial de azúcar, no es un mate pero está riquísimo. Un guía de un
campamento cercano aparece en el momento del té y nos dice que está solo en su
carpa con una chica chilena. Nos ponemos contentos. En este viaje largo
cruzamos cuatro chilenas muy piolas viajando solas, pensamos que esta chica
sería la quinta.
No fue el caso. No solo no se paró a saludarnos sino que le hizo un chiste
poco feliz a Augusto por su nombre y nos trató mal. Volvimos a nuestro campamento decepcionados.
Le conté a Mohamed la situación, y le dije medio con señas que la chilena no
nos había caído bien. Él se limitó a sonreír y miró hacia abajo. No me
respondió.
Más tarde me explicó que el Corán dice que uno no puede hablar mal de otro
si este no está. Que no es bueno, que hace daño. Y yo me sentí una bruja.
Los colores
Nunca pensé que la arena cambiaría tanto de color según las horas, según el
viento. Al principio era naranja casi roja. Luego rosa. Después amarilla y las
dunas se cortaban como cuando una cuchara entra en un flan y saca un buen
pedazo.
El desierto no es todo de
arena.
“Viejo Bueno” se desató y el camello que estaba conmigo se escapó, volviendo
mi peor pesadilla de “perdida en el desierto” un poco más real y cercana.
Mohamed lo pudo calmar y decidimos bajar de los animales y caminar. Un hombre
nos dijo que los bereberes los montan distinto, como si fuera en cuclillas. Montar
a un camello como un caballo, como los turistas, está mal. Duele, paspa y
molesta durante y después.
Caminamos junto a Mohamed paso a paso. A veces hablando mucho de corrido y
a veces en silencio sin explicar nada. Como con los amigos.
Nos sacamos las zapatillas. Es invierno y la arena no quema. Está tibia,
suave, como un mate lavado. Cansa. A veces pisamos sobre superficies duras como
si fuera un cemento pero el siguiente paso es hundirse de nuevo y la sensación de
estabilidad se pierde en el silencio de la arena.
Vamos al desierto negro nos dice Mohamed y suena tenebroso. En verdad solo
un 30% del Sahara son dunas, el resto es suelo árido y seco, y muy de vez en
cuando un oasis que nada se parece a la imagen de las películas.
En el desierto negro están los nómades, allí nuestra segunda noche de
campamento.
El “paquete” incluye una cena con una familia nómade. Hay una carpa para
nosotros al lado de su casa. Ahí viven una mujer, un hombre y dos nenes
chiquitos. Tienen cabras, unas 20.
Los vamos a saludar, a presentarnos. Les sonrío a la mujer y a los nenes.
No me devuelven el gesto. Lo repito. Nada.
Soy –para ellos- una gringa, una turista más que juega a ver cómo viven los
nómades y que se queja de tener arena hasta en el culo. Soy eso. Para mí
también.
Mohamed me dice que no me saludan porque son muy tímidos, y porque no
hablan nada más que dialecto bereber. No hay problema le digo, los entiendo.
Mohamed nos dice que estemos atentos, que en cualquier momento “sale la luna”. Detrás de las montañas,
unos minutos después aparece enorme y rugosa una luna llena plateada. La luna
de este lado del mundo es distinta a la que vemos en Argentina le digo a
Mohamed. Y como no me entiende le dibujo un ecuador simbólico en el aire y con
la mano hago un círculo que es la luna. Como en un juego, voy a un lado y al
otro y volteo la cabeza. Me entiende. Se ríe. La luna sale más. Es tan fuerte
la luz que impide ver las estrellas. Ella es la dueña del desierto.
Hienas
Es de noche, solo hay una vela prendida y los tres estamos charlando en la
jaima. La familia no volvió a acercarse a nosotros.
-
¿A
cuántas horas está Argelia? – pregunta Augusto
-
A
unas cinco caminando, pero no se puede ir, es peligroso. Explica Mohamed y dice
que del otro lado de la montaña que vemos, allá en el desierto negro de Argelia
hay hienas.
Como su inglés (y el mío) no conoce la palabra “hiena” me lo explica con
movimientos y poniendo cara de malo y riendo, claro, como una hiena.
Yo le digo que le tengo mucho miedo a las hienas desde que vi el Rey León,
y le pregunto si a él también le pasaba, pero no me responde. Los siguientes 20
minutos intenté explicarle qué era El Rey León. No sabía. No creció bajo los
tentáculos de Disney.
Ñoquis
Le mostramos fotos de nuestros viajes, le contamos de Italia, de España y él
nos dice que le gustaría conocer ese “país
viejo de historia”, después de la ayuda del traductor de Google descubrimos
que era Grecia.
Le hablamos de Argentina, allá no hay dromedarios, decimos y tampoco
tenemos cuscús, sus ojos se hacen más grandes, no lo puede creer. La charla
deriva, zigzaguea, en países, comidas y viajes. Mohamed está particularmente
interesado en que le expliquemos qué son los ñoquis con boloñesa. Intentamos
con las manos y con el recuerdo latente en la boca de unos buenos ñoquis:
expresarle lo fantástico de esas bolitas ingresando con tomate, carne y queso -sin
discreción- en la boca. Él entiende que son papitas chiquititas hervidas. Nosotros
reímos y asentimos.
Al principio parecía que todo era igual, arena y más allá arena. No hay
ruidos, no hay pantallas, no hay personas.
Pero… ¿No hay nada?
El tercer día, cuando nos íbamos, empezamos a diferenciar las huellas, de
zorros, de ratones, de dromedarios y también se veían con nitidez la de los
escarabajos azules.
Empezamos a entender como el tiempo en el desierto es otro y nuestras
cabezas aceleradas tienen que bajar varios cambios para comprenderlo. Los
estímulos están ahí, solo que son otros.
Es injusto decir que en el desierto no hay nada.
La naturaleza nos come, nos sobrepasa. El paisaje del Sahara nos devora y
nos escupe más sabios, más detallistas y quizás un poquito más humanos.
· El Paisaje Nos Devora es el nombre del Taller de Literatura del Grupo La Grieta en La Plata, Argentina.
Randevuses en árabe escrito por Mohamed.
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